De "La Noche más Oscura del Alma" Cap. 4 Parte VIII.
Diego terminó
su cerveza, y me avisó que iría al baño, momentos antes de levantarse e ir. Yo
lo miré todo el rato. Lo observé, la forma en que hablaba y se refería a su
vida, la forma en que bebía, hasta la forma en que fumaba. No era un hombre de
fiar. Es un completo desconocido, y yo de pronto recobro la conciencia y no sé
qué hago en este lugar. He estado juntándome con él un par de veces. Me da
miedo, pero creo que lo necesito. Es más fácil para él, creo que se puede
aprovechar mucho de mí, pero no tengo absolutamente nada que perder. Con suerte
tengo ropa. No tengo ni cama. Hace muy poco me fui de casa, y creo que eso me
ha afectado mucho más de lo que creí. No tener nada da una triste sensación de
libertad, de independencia, pero en realidad es vagar, y por vagar me pueden
estar llevando por este camino, hacia un precipicio quizás. Pienso en eso
mientras miro mi cerveza, aún queda un par de sorbos, las burbujas se elevan
rápidas en un tramo corto, construyendo un montón de burbujas que no alcanzan a
ser espuma.
Diego
vuelve, se pone su chaqueta negra y me dice que nos larguemos de ahí. Bebo el
final y lo sigo, un poco ebrio, hasta la puerta y luego afuera. Hace un frío
condenado. No pasa nadie por la carretera, se escucha el viento agitando los
árboles. No hay nada en kilómetros. Nos subimos a la camioneta y él conduce un
rato. La camioneta verde está abollada, llena de polvo adentro y tiene un olor
a humedad tremendo. Yo lo miro tímidamente, y él me mira de reojo. Me pregunta
si estoy nervioso, yo no sé qué contestarle. Las líneas de la carretera pasan
una a una, y con cada una sube mi nerviosismo. Adentro mío, sale un lobo y un
puma. Uno me dice que huya, que abra la puerta y me arroje hacia la carretera.
O que grite “¡Para weón!” de pronto y que con el susto se detenga y aproveche
para arrancar. El otro dice que le dé no más, que nada va a salir mal. Que haga
todo lo que él diga y que me deje de webadas. Necesito olvidarme de todos,
necesito hacer algo que me consolide, algo fuera de las normas de mi casa, va a
ser mi propia revolución. No quiero hacer ninguna de las dos cosas. No me gusta
tomar decisiones.
Llegamos a
un motel escondido en medio de la carretera, no hay nada en kilómetros. Se
estaciona y nos bajamos. Bajo mi mochila mientras él pide una pieza, parece que
lo conocen en este lugar. Es un lugar de mala muerte, “¿viste que tengo razón?”
me dice uno de mis animales. Tengo que hacerlo, tengo que enfrentar esto. Lo
necesito, creo. A la chucha con mi casa, a la chucha con mi conciencia. A la
chucha con Davi, con sus mierdas tiernas y posesivas, con sus ganas enfermas de
encajar en una sociedad enferma y que me hicieron enfermar. Esto es su culpa.
Diego no me puede matar, Davi ya lo hizo. Davi hizo que yo no tuviera ningún
sentido de auto-preservación, de auto-compasión. Me carga admitirlo, pero Davi
me hizo más fuerte. El hijo de puta me sirvió de algo, al menos.
Diego me
dice que me ponga cómodo, que sirva lo que hay en el velador. Una botella de
ron está al lado de una lámpara verde y bastante sucia. Yo lo hago, quiero
emborracharme. Al menos para pasarlo a él. Para poder tragarlo y no sentir su
mal sabor. Me saco el polerón y mis animales huyen a una posición elevada, para
observarme mejor. Diego arroja su chaqueta y me saca la polera, luego me arroja
con fuerza sobre la cama. Siento cuervos, posados en el techo, mirando y
esperando a que muera para comerse lo que quede de mí. Me arrastro al vaso de
ron y me lo tomo al seco. El lobo y el puma se ríen, no entiendo bien, quién
está en el lado de quién. De Diego o de mí. O de Davi. O del diablo, o de la
muerte. Chucha, parece que la cagué. Parece que debí arrojarme en medio de la
carretera. El alcohol hace que mi cuerpo actúe y mi mente sólo mire,
espectadora y atrapada. Diego toma mi pantalón de la cintura y tira con fuerza
hacia abajo. Yo lo dejo, de guata en la cama, me paralizo. Él se quita la
polera, siento su cuerpo caliente en mi espalda. Me lame el cuello. Nadie había
hecho eso. Nadie me había tratado con violencia antes. El cuervo baja y se posa
al frente mío. Me dice “pobrecito, pobre-pobrecito. Parecías tan inteligente.
Ahora este weón parece que hasta te va a matar”. El lobo dice “déjalo, le gusta
el miedo, míralo. Lo excita eso”. Nunca lo había tenido antes, al frente mío,
en mi corazón, en mi piel, en todos lados. La piel de gallina, la pálida,
cuando se acaba la euforia y dan ganas de recaer en la ternura, ahora lejana,
ahora prohibida, fuera de esta pieza, sabiendo que no hay nada en kilómetros,
sabiendo que nadie vendrá si grito auxilio, no hay lugares seguros en el mundo
ahora. Una sensación visceral, ancestral, quiere entregarse a Diego y sentirlo.
No. No
puedo. Era mentira. Eran mentira esas amenazas. Eran mentira las ganas de matar
a Davi, lo quiero. Cómo me gustaría que esté aquí. Los animales dicen “¡¿qué?!”
cuando me intento arrancar, cuando grito “¡alto! ¡para, por favor!”. Boto la
botella de ron y cae, vacía al suelo. Diego me agarra del cuello, me suelto y
destruyo el velador. Me golpea el estómago, fuerte y luego me golpea en la
espalda. Caigo al suelo y luego grito. Diego saca una pistola, y la pone en mi
cabeza. Me dice que no haga nada mejor, que mejor me deje. Me levanta y me
acerca a él, sin sacar la pistola de mi cara. Me dice que lo vamos a pasar
bien, que no haga ningún ruido. Me dice que sabe que me escapé de mi casa
porque a los maricones no los defiende nadie, que nadie va a venir si grito
auxilio, y que, si me resisto, me va a matar, me va a matar y van a encontrar
mi cuerpo en tanto tiempo después, irreconocible, que él va a estar lejos y
hasta se va a haber olvidado de mí.
Los animales
ven cómo un mono de unos 30 años ha tomado un hueso y ha golpeado a otro de 21,
más débil, más escuálido, abandonado y lejos de su manada, rechazado, cómo lo
viola brutalmente una y otra vez sobre un colchón que acumula sudor de los dos.
Me sujeta las muñecas estando boca abajo, y me mete su verga, yo siento que me
voy a cagar. Su cuerpo me aplasta contra la cama, al comienzo trato de gritar,
después solo trato de respirar. Trato de escapar mentalmente, y lo primero que
se me viene a la cabeza es Davi. Él me hacía esto mismo, pero no era así. Esto
es asqueroso. Me concentro en él, pienso por un rato que él es el que está
haciéndome esto. Logré que me doliera menos. No sé cuánto rato pasa. Él termina,
saca su pene de mí y tira el condón por ahí. Yo trato de moverme y siento la
pistola en la cabeza. Diego saca un frasquito pequeño, y se jala lo que hay
dentro. Luego se pone otro condón y comienza de nuevo, en la misma posición. El
amanecer aparece en un débil resplandor azul sobre la cortina manchada y sucia.
Los cuervos vuelan sobre mi cuerpo sudado y violado, ebrio, aunque ya con
resaca, triste pero satisfecho. Y esa es una frase que resuena en mi mente, una
y otra vez. Triste pero satisfecho. El sacrificio de la integridad, de la
felicidad, del sueño, de la magia, de la psicodelia feliz, de la inocencia
otorgada quizá como el más grande de los regalos que la vida misma otorga sólo por
haber uno comenzado a vivir, regalo aplastado y destrozado en el barro. Es
curioso que entregue ambos, integridad y sentido de auto-destrucción. Inocencia
y maldad. Es para que uno vague buscando un equilibrio, y que se frustre con
cada caída. Diego suelta la pistola, sabe que no le haré nada. Sabe de la frase
“triste pero satisfecho”, quizá cuántas veces más la ha visto en los ojos de
alguien.
Diego va al
baño y lo escucho bañarse. No puedo moverme. Todo duele. Me siento en la cama y
me pongo una polera. Miro por la ventana, el bosque y la carretera. Diego sale
vestido del baño, recoge sus cosas y camina hacia mí. Tira unos billetes en la
cama. Me dice que la pieza está pagada y que me puedo quedar hasta las 10. Que
sé dónde ubicarlo. Que me conviene irme callado, que si voy donde los pacos me
van a webiar y al final no sacaré nada. Abre la puerta y entra el viento
helado, trayendo la temperatura de afuera. La cierra fuerte, escucho la madera
roñosa y antigua. Lo veo irse, caminando hasta su camioneta haciendo ruido en
el ripio del suelo. Abre lentamente la puerta del conductor, y se sienta
adentro un rato. Enciende un cigarro y luego enciende el motor. Nunca me mira,
mira sus espejos cuando retrocede, pero no me mira a mí. Se va como si fuera
cualquier otro día para él. Quizás pensará que tuvo una buena noche. Yo no sé
qué pensar. Me echo en la cama, mi corazón late fuerte, asustado. Trato de
levantarme, el culo me duele demasiado como para caminar normalmente. Voy al
baño y me miro en el espejo empañado. Está la taza del baño abierta, y adentro
flotan los condones que usó conmigo, manchados con mierda y sangre. “Al menos
el culiao usó condón” pienso. Pienso en llorar, pienso en el asco, pienso en
volver a mi casa, y al final pensar que no puedo volver me hizo llorar. Lloré y
me salieron arcadas. No pude seguir de pie por el dolor, y me tiré en el suelo,
con la mitad del cuerpo dentro del baño y el resto en la pieza. Me desesperé un
rato. Quise rendirme, pensé en volver de todas formas. Pero paré rápido de
llorar. Es mejor sentir rabia que pena. No puedo pasar el resto del tiempo
llorando. Tengo que enfrentar esta sensación de mierda, pensé mirando al techo
y sintiendo las lágrimas cayendo hacia atrás de mi cabeza. Culpé a Davi, culpé
a mi familia, culpé a todos los weones que conocía. Giles culiaos, váyanse todos
a la mierda. Es mejor sentir rabia que pena.
Entro al
baño y trato de limpiarme el culo, pero me duele demasiado. Largo el agua
caliente y me meto en la ducha. El agua igual duele. Un líquido café y
sanguinolento cae por mi pierna derecha. Termino y me seco. Siento
constantemente que me voy a cagar. Me visto, y a mi ropa interior la envuelvo
por dentro con confort. Me siento en la cama. Todo duele. Sentarse, caminar,
quedarse de pie. Voy caminando lentamente. Abro la puerta, y la fuerza para
moverla hace que me duela más. La cierro y camino muy lento. Qué digo si
alguien me pregunta algo. Adónde mierda voy. No me topo con nadie, y da lo
mismo, pienso. Cruzo la carretera y paso al otro lado. Camino entre unos
árboles y me adentro en un bosque. Tras caminar lentamente un rato, aparece un
pastizal. Me echo ahí. Me abrigo bien. Pongo la mochila de cabecera. Tengo que
dormir un rato. Cuando despierte, pensaré que mierda hacer.
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